Tienen
algo en común una prenda harapienta, un envoltorio de caramelo, una anotación
ayudamemoria en una hoja de papel, una fruta pasada. Todos van a parar al mismo
lugar, como si fuera la esencia, el fin último inherente a ellos mismos.
Basura,
desecho, desperdicio, residuo. Para un estudioso de la teoría del costo se
diferencian unos de otros. Para las cosas en sí mismas son todos sinónimos.
Todas terminan siendo lo mismo. No importa cuál es la idea del creador de cada
objeto, ninguno puede durar eternamente. Se vuelve caduco, obsoleto,
desgastado, como una acción que se realiza, se consume y queda como un mero
recuerdo.
La
basura es el recuerdo de las cosas que alguna vez fueron útiles. Se puede
embolsar, ocultar, tapar su mal olor, cambiar de lugar, dejar en la calle para
que la lleven, enterrar, incinerar, comprimir. La basura y los recuerdos se pueden
reducir, podemos dejar de verlos, de olerlos o sentirlos de cualquier modo.
Pero inevitable e indudablemente en algún lado estarán los átomos que componen
la primera, los pensamientos que crearon los segundos.
La
basura es la sombra perpetua de todas las cosas. Todo lo que nos rodea, y aún
nosotros mismos (por crudo que suene) sabemos que terminaremos en un montón de
residuos deformes, irreconocibles, como prueba irrefutable de que alguna vez
algo, alguien, existió.
No es
ninguna novedad que nada se gana ni se pierde, todo se transforma. ¿Qué pasa si
el todo no es más que materia prima para el desarrollo y posterior deterioro?
El todo puede ser el ingrediente principal para el fracaso general. Y todo será
sólo ese fracaso, esa basura, esa nada en utilidad, puro recuerdo.