domingo, 19 de julio de 2015

Elogio de la muerte

Nito Cantero, con 81 años bien vividos de edad y suficientes éxitos en su carrera teatral y musical, expresó sin ningún escrúpulo ante los medios que para su próximo cumpleaños ordenaría la organización de una fiesta en la que celebridades y expertos de diversas artes y ciencias le rindieran homenaje por su descollante actividad. La periodista que lo estaba entrevistando quedó atónita y, pensando que el señor estaba desvariando a causa de la edad, emitió un titubeo, un corto chiste sutil e inocente, y continuó con la siguiente pregunta.
En realidad Nito estaba en todos sus cabales (o por lo menos, exponiendo sus reales intenciones). Todo el ambiente artístico lo supo cuando recibieron una convocatoria colectiva a homenajear al genio que, sin exagerar, había sido influencia para muchos de ellos. El repudio fue general y, acusándolo de “viejo lunático, egoísta y exigente” (según se pudo leer en la cuenta de Twitter de quien había sido hasta ese momento uno de sus más adeptos seguidores) y otras hipérboles semejantes, se negaron a responder al pedido de Nito.
El genio mantuvo su serenidad y no respondió a las acusaciones, demostrando un temple de acero.
Cuatro meses después, cuando todo el país ya había olvidado el incidente, se informó por todos los medios que Nito Cantero, el ídolo popular, había fallecido a causa de un paro cardio-respiratorio. Las masas no tardaron en manifestar sus condolencias a familiares y amigos. Las redes sociales estallaron en frases lacrimógenas. Ese mismo día se realizaron en diversos puntos del país efusivos actos en recuerdo al preciado actor y cantautor. Se decía que debido al deterioro de su salud su rostro estaba irreconocible. Para salvaguardar el recuerdo de sus fans, el funeral se realizó a cajón cerrado.
Una semana después, los diarios, los programas de televisión y radio volvieron a estallar en relación a Nito, esta vez debido a un escándalo: había sido visto sentado en un célebre bar del centro, tomando un café y escribiendo. A la pregunta de un periodista respondió que estaba trabajando en un ensayo que titularía “Elogio de la muerte”.

domingo, 5 de julio de 2015

Invitado a las 18.54

Leyendo el diario del domingo
ella se interesa en una muestra
acerca del arte y la informática
combinadas, y se intriga
a medida que lee la columna especializada.
Mientras corren sus ojos por las palabras,
también corre por su mente
la idea de visitar la exposición
acompañada de alguien a quien le interese.
Tiene un solo candidato a quien invitar,
pero automáticamente cae en la cuenta
de que hace algun tiempo que ya no hablan
y simulan no interesarse
cada uno por el otro ni por nada relacionado.
Repiensa un invitado, sin embargo,
no logra encontrarlo.
Sigue soñando con estar a su lado
inventando los pasillos que no conoce
de un museo que acaba de googlear
después de leerlo y pronunciarlo mentalmente
(porque su lengua simplemente se trabaría
al darle un sonido a una intención vedada, casi prohibida).
Para colmo queda cerca de la casa
del candidato que no puede invitar
porque no puede interesar,
a pesar de los intentos repetidos
y la vergüenza abandonada.
Mientras piensa todo eso
siguen barriendo sus pupilas las palabras
de la tercer columna del artículo
aunque no llega a entender nada.
Levanta los ojos de pronto,
hacia veinte lineas más arriba
pensando que tal vez con un poco de tiempo
cambien las circunstancias tristes
y pueda proponerle al candidato ese paseo.
"Puede visitarse hasta hoy a las 19",
sentencia el maldito columnista poco previsor,
que se lo viene a decir justo ahora,
cuando faltan seis minutos
para que cierre la exposición.

sábado, 4 de julio de 2015

Un mularak en el pasillo

La consigna era escribir un cuento asignándole un significado a una palabra. A mí me tocó "mularak". Este es el resultado.



- ¡Oh, no! ¡Hay un mularak! Beatriz, vení por favor.
Esas fueron las palabras de Osvaldo al dirigirse al baño un 5 de junio a las 17:25 horas, justo después de beber su té de la tarde luego del trabajo. Su figura enorme, envuelta en gruesos pantalones de jean y un sweater verde, retrocedió y pareció achicarse del susto en el medio del pasillo.
- ¿Qué dijo, señor? ¿Que hay un qué? – respondió la chica que ayudaba con la limpieza de la casa los días martes, jueves y sábados.
- Un mularak. Vení, mirá.
Beatriz se acercó.
- ¡Ay dios mío! – exclamó al ver lo que su patrón señalaba.
- ¿Podrás sacarlo?
- Voy a intentarlo, pero no prometo nada. Mire que es otro precio.
Los tres hijos de Osvaldo y Graciela, de 12, 15 y 17 años ya habían abandonado lo que los ocupaba en ese momento y se habían acercado a descubrir de qué hablaba su padre. Los tres se presentaron con expresión de desconcierto, y luego de ver que era un mularak lo que había generado tanta inquietud, cesaron los murmullos entre ellos.
Graciela, la madre, no había llegado aún. Osvaldo le escribió un mensaje de texto: “Gra, no te asustes cuando llegues. Hay un mularak en el pasillo”. Ella respondió: “Qué es un mularak?”.
Su esposo describió brevemente la figura observando alternativamente la pantalla del teléfono y al ente viscoso que se aferraba a su pared, tratando de encontrar los adjetivos más adecuados para tan arduo trabajo. La respuesta de Graciela fue: “No entiendo. En una hora llego”.
Los cinco presentes observaron de pie durante quince minutos el mularak, barajando hipótesis acerca de su aparición. Estaba adherido al rincón del pasillo, en el recoveco formado por dos paredes y el cielo raso, y tenía el tamaño de una pelota de tenis. Nadie se atrevió a acercarse ni tocarlo con un plumero o una escoba. Estaba justo encima de la puerta del baño, lo cual dificultaba el acceso a su interior por el temor a que se descolgara, emitiera alguna sustancia, se moviera o cualquier otra reacción que pudiera tener.
Cuando Graciela llegó, intrigada, dirigió su vista directamente al pasillo. Soltó un grito al ver el mularak. No podía mirarlo, le daba demasiado asco.
- ¿Por qué no me dijiste que era un mularak? – le dijo a su esposo.
- Te lo dije.
Ella no respondió.
Al día siguiente a primera hora Beatriz llegó para cumplir con su trabajo extra, especialmente preparada con limpiadores y utensilios de los que no disponían habitualmente en la casa. Cuando los chicos llegaron a las tres de la tarde se encontraron con una nota que decía “Hice todo lo posible pero no pude sacar el mularak. Mil disculpas. Nos vemos mañana”.
Con el correr de los días el mularak fue creciendo y la incomodidad en la casa cada vez era mayor. La ubicación del engendro dificultaba la circulación hacia los dormitorios y el cuarto de baño, debido a la aprensión y el asco que les provocaba a todos. Sólo pasaban por el pasillo cuando era estrictamente necesario y lo hacían rápidamente, con sigilo, temiendo la exposición a cualquier peligro.
Graciela permanecía todo lo que podía en la sala de estar o la cocina, mientras que los chicos pasaban las horas en sus dormitorios. Osvaldo alternaba días en que acompañaba a su esposa con otros en los que, imitando a sus hijos, se encerraba en su cuarto, y también mostraba predilección por los largos baños relajantes, que nunca había frecuentado antes de la aparición del mularak que acechaba detrás de la puerta.
Graciela estaba preocupada. Pese a los repetidos intentos de Beatriz (y de Sonia, una colega que había ido a la casa a ayudarla) el mularak no retrocedía. Ya se había extendido hasta abarcar toda la parte superior a las puertas del pasillo, amenazando incluso con ingresar al interior de las habitaciones vecinas. Por esa razón, las puertas eran mantenidas cerradas el mayor tiempo posible. La familia prácticamente no compartía momentos durante las horas que estaban presentes, sino que cada uno se preservaba de los riesgos asociados al misterioso ente aislándose en su rincón predilecto de la casa. El diálogo iba menguando cada vez más. Incluso preferían quedarse más horas en sus trabajos, el colegio o el gimnasio para evitar estar cerca del mularak.
Así fue como Graciela recurrió a una empresa de limpieza y contrató a un equipo de expertos para que exterminen a esa presencia horrenda, sin poder explicarles de qué se trataba (“eme – u – ele – a – erre – a – ka” deletreaba telefónicamente, irritada). Sólo entendieron que se trataba de un mularak cuando ingresaron a la casa, con guantes, botas de goma y barbijos. Aún así, no pudieron resolver el problema que aquejaba a la familia. El próximo paso fue llamar a una fumigadora. Nada. Sin saber a quién más recurrir y llena de escepticismo, fue a dar con un sacerdote exorcista como última opción. Salpicó todos los pisos y las paredes con agua bendita, pero el mularak no pareció inmutarse ni siquiera al cabo de unos días.
El temor y la falta de comunicación reinaban. Graciela, Osvaldo y sus tres hijos ya casi no hablaban entre ellos.
Cuando la madre de familia ya había bajado los brazos, el mularak comenzó a reducirse semana a semana, hasta volver al tamaño de una pelota de tenis y al otro día desaparecer.
La circulación en la casa paulatinamente fue recobrándose, y al cabo de unos meses todo lo ocurrido se había convertido en una anécdota. “¿Recuerdan el mularak del pasillo?” decía Osvaldo algunas tardes, y casi siempre debía explicar con un nivel considerable de detalle a qué se refería para que su familia recordara ese macabro ente.