La consigna era escribir un cuento asignándole un significado a una palabra. A mí me tocó "mularak". Este es el resultado.
- ¡Oh, no! ¡Hay un mularak! Beatriz, vení por
favor.
Esas fueron las palabras de Osvaldo al
dirigirse al baño un 5 de junio a las 17:25 horas, justo después de beber su té
de la tarde luego del trabajo. Su figura enorme, envuelta en gruesos pantalones
de jean y un sweater verde, retrocedió y pareció achicarse del susto en el
medio del pasillo.
- ¿Qué dijo, señor? ¿Que hay un qué? –
respondió la chica que ayudaba con la limpieza de la casa los días martes,
jueves y sábados.
- Un mularak. Vení, mirá.
Beatriz se acercó.
- ¡Ay dios mío! – exclamó al ver lo que su
patrón señalaba.
- ¿Podrás sacarlo?
- Voy a intentarlo, pero no prometo nada.
Mire que es otro precio.
Los tres hijos de Osvaldo y Graciela, de 12,
15 y 17 años ya habían abandonado lo que los ocupaba en ese momento y se habían
acercado a descubrir de qué hablaba su padre. Los tres se presentaron con
expresión de desconcierto, y luego de ver que era un mularak lo que había
generado tanta inquietud, cesaron los murmullos entre ellos.
Graciela, la madre, no había llegado aún.
Osvaldo le escribió un mensaje de texto: “Gra, no te asustes cuando llegues.
Hay un mularak en el pasillo”. Ella respondió: “Qué es un mularak?”.
Su esposo describió brevemente la figura
observando alternativamente la pantalla del teléfono y al ente viscoso que se
aferraba a su pared, tratando de encontrar los adjetivos más adecuados para tan
arduo trabajo. La respuesta de Graciela fue: “No entiendo. En una hora llego”.
Los cinco presentes observaron de pie durante
quince minutos el mularak, barajando hipótesis acerca de su aparición. Estaba
adherido al rincón del pasillo, en el recoveco formado por dos paredes y el
cielo raso, y tenía el tamaño de una pelota de tenis. Nadie se atrevió a
acercarse ni tocarlo con un plumero o una escoba. Estaba justo encima de la
puerta del baño, lo cual dificultaba el acceso a su interior por el temor a que
se descolgara, emitiera alguna sustancia, se moviera o cualquier otra reacción
que pudiera tener.
Cuando Graciela llegó, intrigada, dirigió su
vista directamente al pasillo. Soltó un grito al ver el mularak. No podía
mirarlo, le daba demasiado asco.
- ¿Por qué no me dijiste que era un mularak?
– le dijo a su esposo.
- Te lo dije.
Ella no respondió.
Al día siguiente a primera hora Beatriz llegó
para cumplir con su trabajo extra, especialmente preparada con limpiadores y
utensilios de los que no disponían habitualmente en la casa. Cuando los chicos
llegaron a las tres de la tarde se encontraron con una nota que decía “Hice
todo lo posible pero no pude sacar el mularak. Mil disculpas. Nos vemos
mañana”.
Con el correr de los días el mularak fue
creciendo y la incomodidad en la casa cada vez era mayor. La ubicación del
engendro dificultaba la circulación hacia los dormitorios y el cuarto de baño,
debido a la aprensión y el asco que les provocaba a todos. Sólo pasaban por el
pasillo cuando era estrictamente necesario y lo hacían rápidamente, con sigilo,
temiendo la exposición a cualquier peligro.
Graciela permanecía todo lo que podía en la
sala de estar o la cocina, mientras que los chicos pasaban las horas en sus
dormitorios. Osvaldo alternaba días en que acompañaba a su esposa con otros en
los que, imitando a sus hijos, se encerraba en su cuarto, y también mostraba predilección
por los largos baños relajantes, que nunca había frecuentado antes de la
aparición del mularak que acechaba detrás de la puerta.
Graciela estaba preocupada. Pese a los
repetidos intentos de Beatriz (y de Sonia, una colega que había ido a la casa a
ayudarla) el mularak no retrocedía. Ya se había extendido hasta abarcar toda la
parte superior a las puertas del pasillo, amenazando incluso con ingresar al
interior de las habitaciones vecinas. Por esa razón, las puertas eran
mantenidas cerradas el mayor tiempo posible. La familia prácticamente no
compartía momentos durante las horas que estaban presentes, sino que cada uno
se preservaba de los riesgos asociados al misterioso ente aislándose en su
rincón predilecto de la casa. El diálogo iba menguando cada vez más. Incluso
preferían quedarse más horas en sus trabajos, el colegio o el gimnasio para
evitar estar cerca del mularak.
Así fue como Graciela recurrió a una empresa
de limpieza y contrató a un equipo de expertos para que exterminen a esa
presencia horrenda, sin poder explicarles de qué se trataba (“eme – u – ele – a
– erre – a – ka” deletreaba telefónicamente, irritada). Sólo entendieron que se
trataba de un mularak cuando ingresaron a la casa, con guantes, botas de goma y
barbijos. Aún así, no pudieron resolver el problema que aquejaba a la familia.
El próximo paso fue llamar a una fumigadora. Nada. Sin saber a quién más
recurrir y llena de escepticismo, fue a dar con un sacerdote exorcista como
última opción. Salpicó todos los pisos y las paredes con agua bendita, pero el
mularak no pareció inmutarse ni siquiera al cabo de unos días.
El temor y la falta de comunicación reinaban.
Graciela, Osvaldo y sus tres hijos ya casi no hablaban entre ellos.
Cuando la madre de familia ya había bajado
los brazos, el mularak comenzó a reducirse semana a semana, hasta volver al
tamaño de una pelota de tenis y al otro día desaparecer.
La circulación en la casa paulatinamente fue
recobrándose, y al cabo de unos meses todo lo ocurrido se había convertido en
una anécdota. “¿Recuerdan el mularak del pasillo?” decía Osvaldo algunas
tardes, y casi siempre debía explicar con un nivel considerable de detalle a
qué se refería para que su familia recordara ese macabro ente.