Conozco esos rituales tuyos. Te vi poniéndolos en
práctica. Sé que algunas cosas en tu vida cambiaron estos últimos ocho meses,
pero podría jurar que seguís rindiéndole culto a esa manía tan extraña.
Me estremece un poco recordar la puntualidad con la
que el primer jueves de cada mes, a eso de las nueve de la noche, sin decir
una palabra, comenzabas a armar la escena para tus ritos. Nunca me diste una
explicación (ni yo te la pedí) acerca de esa periodicidad fijada en tu
calendario mental. Y digo “mental” porque no figura en tu agenda. Es un acto
tan espontáneo, parece tan íntimo y hasta involuntario, que ni vos misma te
atreverías a admitir la regularidad de tus prácticas.
Son ejercicios que se desprenden de tus movimientos,
como provenientes de tu esencia meditabunda; tan poco ensayados pero a la vez
tan metódicos, que no termino de entender qué clase de demonio te posee en ese
momento. Ni quién te los enseñó, ni qué buscás haciéndolos.
Primero cerrás la puerta de atrás. Le echás el
cerrojo. Acto seguido vas adelante y te asegurás que la llave haya agotado sus
vueltas. Cerrás las ventanas, corrés las cortinas. Elegís un rincón del
comedor, o te vas a la habitación, y apagás todas las luces, menos una. Siempre
dejás encendida esa lámpara que proyecta luz amarilla, o encendés una vela.
Pero he observado que es de gran importancia la ubicación y el recorrido de esa
luz. Porque ésta siempre llega al rincón donde te encontrás, pero no sin antes
trazar en el camino largas sombras, que te alcanzan y se extienden recortando
tu figura sobre el fondo sepia. Parece una paradoja, utilizás la luz para crear
tus propias tinieblas.
Desde que te ubicás en tu rincón, como un animalito
que encuentra el ambiente más agradable para su cuerpo, tu boca se sella, tu
mirada se esconde y tus extremidades se buscan unas a otras. Ese era el momento
exacto en el que yo pasaba a ser sólo un muñeco ajeno a tu realidad, incapaz de
alterar tu estado o de llamar tu atención.
Tu soledad se vuelve sorda e inquebrantable. Sólo
algunos pocos objetos (un teléfono, unos auriculares, la cámara, algún álbum de
fotos, la caja de cigarrillos que renovás cada cuatro meses, un encendedor)
tienen el privilegio de formar parte de tu sacramento, en conjunto o
turnándose, en una relación parasitaria, en la que no estoy seguro si vos los
consumís a ellos, o ellos te consumen a vos.
Sé que ponés música lenta y triste. Fumás un
cigarrillo. En un lapso de treinta o cuarenta minutos el flash apenas
relampaguea dos o tres veces. Te vi acariciar con suavidad los botones, mirando
con total tranquilidad lo que la lente te muestra. Fumás otro cigarrillo.
Quieta, muy quieta, apenas respirás. Parecés una muñeca de cera cobrando vida.
O devolviéndola a quien sea que te la haya dado.
Cada tanto tus piernas se mueven, incómodas. Exhalás
ruidosamente. O apartás la cámara. Parece que tu santo te devolvió la vida, o
que volvés a la realidad. Y puede que sea eso, porque ahí es cuando brotan las
primeras lágrimas.
La duración del acto no es fija. Oscila entre los
noventa minutos y las cinco horas. Después te dormís.
Lo más macabro es lo que no se ve desde cierta
distancia, y que sólo pude descifrar tras años de observación: lo que ocurre en
tu mente durante ese lapso. Hacés un recuento de tus decepciones, recorrés la
galería de tus recuerdos más tristes, enviás mensajes a personas que de
antemano sabés que no te van a contestar, escuchás las canciones que
convertiste en himnos de tu nostalgia por remitirte a épocas que no volverán o
sucesos dolorosos, mirás tus cicatrices, fotografiás tu dolor.
Sé que hoy soy yo parte de tu ritual, y que esta
canción seguramente está sonando en tus oídos. Porque es el primer jueves de
enero, y hace ocho meses que te dejé.
La adicción por la tristeza es una enfermedad infecciosa.
Nunca supe quién te la contagió, pero no pude dedicar más tiempo a intentar
averiguarlo, corriendo el riesgo de contagiarme yo también.
El hogar de este cuento: "Gotas de primavera", compilado por Roberto Barletta. http://dunken.com.ar/web2/libreria_detalle.php?id=12439 |