domingo, 16 de marzo de 2014

El ritual

Conozco esos rituales tuyos. Te vi poniéndolos en práctica. Sé que algunas cosas en tu vida cambiaron estos últimos ocho meses, pero podría jurar que seguís rindiéndole culto a esa manía tan extraña.
Me estremece un poco recordar la puntualidad con la que el primer jueves de cada mes, a eso de las nueve de la noche, sin decir una palabra, comenzabas a armar la escena para tus ritos. Nunca me diste una explicación (ni yo te la pedí) acerca de esa periodicidad fijada en tu calendario mental. Y digo “mental” porque no figura en tu agenda. Es un acto tan espontáneo, parece tan íntimo y hasta involuntario, que ni vos misma te atreverías a admitir la regularidad de tus prácticas.
Son ejercicios que se desprenden de tus movimientos, como provenientes de tu esencia meditabunda; tan poco ensayados pero a la vez tan metódicos, que no termino de entender qué clase de demonio te posee en ese momento. Ni quién te los enseñó, ni qué buscás haciéndolos.
Primero cerrás la puerta de atrás. Le echás el cerrojo. Acto seguido vas adelante y te asegurás que la llave haya agotado sus vueltas. Cerrás las ventanas, corrés las cortinas. Elegís un rincón del comedor, o te vas a la habitación, y apagás todas las luces, menos una. Siempre dejás encendida esa lámpara que proyecta luz amarilla, o encendés una vela. Pero he observado que es de gran importancia la ubicación y el recorrido de esa luz. Porque ésta siempre llega al rincón donde te encontrás, pero no sin antes trazar en el camino largas sombras, que te alcanzan y se extienden recortando tu figura sobre el fondo sepia. Parece una paradoja, utilizás la luz para crear tus propias tinieblas.
Desde que te ubicás en tu rincón, como un animalito que encuentra el ambiente más agradable para su cuerpo, tu boca se sella, tu mirada se esconde y tus extremidades se buscan unas a otras. Ese era el momento exacto en el que yo pasaba a ser sólo un muñeco ajeno a tu realidad, incapaz de alterar tu estado o de llamar tu atención.
Tu soledad se vuelve sorda e inquebrantable. Sólo algunos pocos objetos (un teléfono, unos auriculares, la cámara, algún álbum de fotos, la caja de cigarrillos que renovás cada cuatro meses, un encendedor) tienen el privilegio de formar parte de tu sacramento, en conjunto o turnándose, en una relación parasitaria, en la que no estoy seguro si vos los consumís a ellos, o ellos te consumen a vos.
Sé que ponés música lenta y triste. Fumás un cigarrillo. En un lapso de treinta o cuarenta minutos el flash apenas relampaguea dos o tres veces. Te vi acariciar con suavidad los botones, mirando con total tranquilidad lo que la lente te muestra. Fumás otro cigarrillo. Quieta, muy quieta, apenas respirás. Parecés una muñeca de cera cobrando vida. O devolviéndola a quien sea que te la haya dado.
Cada tanto tus piernas se mueven, incómodas. Exhalás ruidosamente. O apartás la cámara. Parece que tu santo te devolvió la vida, o que volvés a la realidad. Y puede que sea eso, porque ahí es cuando brotan las primeras lágrimas.
La duración del acto no es fija. Oscila entre los noventa minutos y las cinco horas. Después te dormís.
Lo más macabro es lo que no se ve desde cierta distancia, y que sólo pude descifrar tras años de observación: lo que ocurre en tu mente durante ese lapso. Hacés un recuento de tus decepciones, recorrés la galería de tus recuerdos más tristes, enviás mensajes a personas que de antemano sabés que no te van a contestar, escuchás las canciones que convertiste en himnos de tu nostalgia por remitirte a épocas que no volverán o sucesos dolorosos, mirás tus cicatrices, fotografiás tu dolor.
Sé que hoy soy yo parte de tu ritual, y que esta canción seguramente está sonando en tus oídos. Porque es el primer jueves de enero, y hace ocho meses que te dejé.

La adicción por la tristeza es una enfermedad infecciosa. Nunca supe quién te la contagió, pero no pude dedicar más tiempo a intentar averiguarlo, corriendo el riesgo de contagiarme yo también.

El hogar de este cuento: "Gotas de primavera", compilado por Roberto Barletta. http://dunken.com.ar/web2/libreria_detalle.php?id=12439

martes, 11 de marzo de 2014

Silencios

Hay días que merecen sus silencios.
Son la forma de escuchar las señales.
Aunque te rías trato de interpretar todo,
los sueños, los números, el horóscopo,
tus palabras, las ausencias y mis dolores
(cosas por las que normalmente no me intereso
salvo que necesite una guía).
Tendrías que sentarte en mi cama,
en el lugar donde se posan los fantasmas
y me hablan en mis sueños.
Ellos vienen a pedir disculpas.
Me sonríen o me lloran,
me cuentan sus vidas,
hacen de cuenta que no pasó nada,
rellenan los silencios con sus palabras,
me hablan de cualquier cosa,
pero siempre a mí.
Me dedican un par de horas
mirándome a los ojos.
Suele ser un mal augurio
que descubro horas después de despertar.
Pero deberías sentarte en mi cama
y vemos si podés desterrarlos.
Quisiera que me cuentes cualquier cosa
pero que no sea algo estudiado.
No importa si no es bueno,
prefiero que no sea bueno.
Lo peor quiero escucharlo de vos.
Me espantaría menos que de otras voces,
sobre todo esas que vienen de adentro
interpretando esos silencios
que se reabsorben a sí mismos
multiplicando ecos e historias
que no podría dar a entender.