Catapulta
es un pueblo plagado de historias. Como en toda comunidad basada en los
prejuicios y los chismorreos, allí las narraciones pasan por el boca a boca,
mezclando a personas reales con características y hechos ficticios, y a vecinos
anónimos con hechos terribles acontecidos.
Algo
pintoresco cubre tales historias, y sus personajes, que generalmente ya no
viven allí porque han fallecido o migrado a otro lugar (preferentemente más
poblado y con habitantes menos entrometidos), terminan cubiertos por un aire
célebre y hasta legendario, del cual muchas veces ellos mismos no son
conscientes. Porque eso sí, Catapulta es un pueblo prejuicioso y chismoso, pero
discreto.
Entre
las historias de los que ya no viven, destaca la del llamado Señor Preciso. Era
un relojero, y creía que tal apodo le había sido concedido por su oficio, pero
en realidad provenía de una historia relacionada con su aparente antipatía y
las razones de tal rasgo.
Se
trataba de un hombre de pocas palabras. Se limitaba a decir "buenos
días" a sus clientes, escucharlos, decirles qué arreglo necesitaban sus
relojes, darles un presupuesto y despedirlos con otro "buenos días".
Los clientes más charlatanes no entendían tal comportamiento, por qué tan poca
conversación, por qué no decía algo más que eso, y algunos empezaron a barajar
hipótesis cuya veracidad nunca sería corroborada, y a hacerlas circular. De
esta forma, se creó una historia que fue incorporando modificaciones y matices
que originaron una serie de versiones.
A
Adolfo Mollet le contó la historia un panadero que se jactaba tácitamente de su
incesante parloteo con todo aquel que cruzara el umbral de la puerta de su
negocio.
La
versión que éste comunicaba era la siguiente. Resulta que el Señor Preciso,
cuyo nombre real era Gaspar Armelio, era un aficionado de la precisión. Esa
obsesión poco común, cuyo detonante nadie se atrevería a afirmar cuál fue, lo
llevaba a buscar la perfección en el acto comunicativo del hablar. En un
comienzo tal obsesión se manifestaba en un simple detallismo en las cuestiones
que modificaban al hecho, persona o situación que estaba describiendo. Por
ejemplo, si narraba un accidente ocurrido en la vía pública, explicaba dónde
había sido, quiénes estaban allí, la causa, el día y el horario, y añadía
detalles que él consideraba muy relevantes porque creía que ayudaban a
comprender la situación. Por supuesto, siempre eran elementos completamente
verdaderos.
Con
el tiempo esta actitud fue volviéndose cada vez más frecuente y perfeccionada.
Así se refería a toda información adicional que pudiera añadir. Siguiendo con
el accidente como ejemplo, a la explicación del mismo le añadía datos como
nombres de los involucrados y sus familiares, razones por las que circulaban
por la vía pública, lo cual incluía los lugares de trabajo o vivienda de los
mismos, cuestiones relacionadas con las características de las calles y el
asfalto, situaciones anteriores similares y todo otro detalle del cual
estuviese completamente convencido de su veracidad en el caso. Tal
comportamiento era cada vez más pesado, "por la carga de información, no
por su carácter, no me malinterprete, yo lo respetaba muchísimo al Señor
Preciso" decía el panadero en el medio de su exposición, que ya iba por
los 5 minutos, 16 segundos. Efectivamente, el relojero aplicaba tal
descriptivismo a todo lo que decía. Una mínima referencia a un hecho cualquiera
le tomaba como mínimo treinta minutos de explicación. "Figúrese esa
situación para cada cliente que entraba". Y eso, objetivamente, cansa a
cualquiera.
El
hombre generaba mucho respeto y se decía que era de mal temperamento, por eso
nadie se atrevía a detenerlo en medio de sus desarrollos. Esto contribuyó a que
el Preciso continuara con la cotidiana presentación de sus informes, convencido
de la calidad de los mismos. Pero esa actitud era un vicio que se alimentaba a
sí mismo, y con el pasar de los años las narraciones eran cada vez más
extensas. El sujeto se remontaba a cuestiones que para cualquier otra persona
carecían de relevancia en relación a lo que inicialmente se había propuesto
decir. "Una vez se entusiasmó tanto hablando de la nueva vecina, que se
remontó a la evolución del hombre para explicar la costumbre de dejar la
canilla abierta mientras se cepillaba los dientes; por supuesto que no me lo
dijo a mí, pero me lo han contado, sí", le dijo el panadero a Adolfo.
"No me sorprendería que haya llegado a hablar del origen del Universo en
una de esas".
Lo
que también agravaba la situación era que el hombre era un gran aficionado a la
lectura y día a día adquiría nuevos saberes de todas las ramas del
conocimiento, lo cual enriquecía aún más su mensaje. Si su interlocutor le
prestaba atención, salía de la relojería cultivado con más conocimientos que
los que pudiera recibir en una clase de cinco horas de Historia Universal o
Física Cuántica. Posiblemente también dispondría de mucho menos tiempo para
hacer las tareas restantes del día. Un importante editor un día llegó a la
relojería y quedó tan fascinado con el afán descriptivo del Señor Preciso, que
le ofreció trabajo como colaborador para escribir una enciclopedia. Preciso no
se sintió atraído por tal idea y rechazó la oferta.
Hay
dos versiones principales del final de la historia.
Una
es que el hombre se dio cuenta de la gravedad y la exageración de su precisión
informativa cuando revisó sus cuentas y descubrió que sus ingresos habían
disminuido. Era el único relojero de todo Catapulta, así que la competencia no
era una explicación posible. Las largas filas que se formaban en la puerta de
la tienda habían desanimado de tal forma a sus clientes, que ya nadie entraba
allí. Hacer una consulta al relojero implicaba perder dos o tres horas. El
cuidado que los habitantes del pueblo le daban a sus relojes había ido en
aumento, todo sea por evitar tal trastorno.
La
otra versión establecía que tras un fuerte golpe en la cabeza, Preciso había
perdido gran parte de su memoria. Sus conocimientos ya no existían y lo poco
que sabía eran hechos muy difusos. Y su precisión, que había permanecido tan
intacta como su habilidad con los relojes, le impedía hablar sin estar seguro
de lo que decía.
Se
considere una versión o la otra, el resultado había sido el mismo: el Señor
Preciso dejó de dar largas exposiciones de sus saberes, y como no podía hacerlo
de otro modo porque no le gustaba "hablar por hablar", simplemente se
limitó a partir de ese momento a abrir la boca lo mínimo e imprescindible, lo
cual es también una forma de precisión.