domingo, 17 de mayo de 2015

A la normalidad

Estoy en el examen de Lógica. Estoy tranquilo. Una segunda oportunidad me fue dada, no me pregunto por qué, lo importante es que esta vez me va a ir bien y no voy a dejar la carrera. No me voy a estancar por esto. Dadas las condiciones, no puedo pedir más, y no debería cuestionarme por qué en un final práctico las consignas requieren respuestas tan largas.
Se me terminó la tinta. Ya no estoy tranquilo. No sé cuánto tiempo falta pero algunos compañeros ya entregaron y otros lo están haciendo ahora. De un aula abarrotada, apenas quedamos cinco alumnos. Uno está al lado mío y no deja de molestarme para que lo ayude con las respuestas. Lo miro. Es Juan José Nelaberti. (¿No se recibió él hace ya 30 años? ¿Cómo puede estar rindiendo una materia de segundo año si es mi jefe y también profesor de tres materias de la carrera?)
¡Estoy haciendo todo mal!
- Discúlpeme señor, estoy un poco mareado, no me lo va a creer pero imaginé que usted era un alumno.
Nelaberti se ríe, burlándose de mí.
- Gunza, no se preocupe. Pero debo considerar una falta de respeto que me haya estado ignorando hace ya una hora, sus compañeros están esperando afuera para ser evaluados también. Usted sabe que este examen no es uno más, y como tal, no es para nada convencional. En la vida los problemas no se presentan como en los libros, tiene que estar preparado para lo imprevisto.
Es ambiguo, ahora no sé si debo preocuparme o no.
- Le pido mil disculpas, estaba muy concentrado en el examen. Usted sabe, es muy importante esta materia para mí.
- No me lloriquee, y responda: ¿cuáles son las causas del dolor de estómago?
Esa no es la pregunta que me había estado haciendo hasta recién, cuando yo pensé que era un compañero que me pedía ayuda. Ni siquiera tiene nada que ver con Lógica. Pero sé la respuesta, mejor no dar más vueltas. Se la digo y me deja en paz, junta unas cartulinas de colores y unos electrocardiogramas que desparramó en la mesa y sale del aula. Puedo seguir tranquilo con el escrito.
Pero intento escribir y me acuerdo que la lapicera se vació. Reviso mi cartuchera y me encuentro con la pluma estilográfica de mi tío Miguel. Conque acá estaba. ¡Qué alegría! Al fin voy a devolvérsela. ¿Cómo no la vi antes si estaba ahí? (¿No la había perdido a los cuatro años en la plaza?) No importa, acá está, puedo usarla para terminar el examen y mi tío se va a poner feliz cuando la vea. Seguro me perdona y me va a dar los caramelos que no me dio por una semana.
Termino el escrito de Historia Social y Política Universal (¿no era Lógica?) y salgo. Quiero ir a mi casa, pero mientras camino hacia la estación una punzada me recuerda que me duelen las encías. Estaba tan nervioso que ni lo sentía. Tengo que hacer algo, no puedo volver a mi casa con este dolor terrible que me llega hasta el estómago. No, empieza en el estómago y se extiende hasta las encías.
 Vuelvo sobre mis pasos, entro a la universidad otra vez. Voy al baño, que ahora está tras la puerta del rectorado. No recuerdo cuándo lo cambiaron, pero las instalaciones sanitarias son las mismas. Lo único que cambiaron son los espejos, que ahora están formados por pequeños casilleros con contraseña. Adelante tengo el mío, y de él saco mi cepillo de dientes y la pasta dental. Me cepillo los dientes con fuerza, reventándome las encías. Sangran abundantemente. Me siento más aliviado, sólo espero que esto no agrave la infección. Siento el gusto a sangre y el espejo me devuelve una imagen de mis dientes teñidos de un rojo furioso. Es sublime. Si tuviera acá una cámara, probaría un autorretrato en este estado. Sería algo horrendo y calificado de morboso para muchos. Pero a mí me gusta. Hasta podría presentar esa foto en la exposición. Sí, tengo que buscar mi cámara lo antes posible. Abro el casillero una vez más, y ahí está la cámara. ¡Ey! ¡Qué bueno! Esto se parece a un sueño lúcido.
Saco la foto. Conforme, abro el casillero espejado por tercera vez, guardo la cámara y saco el enjuague bucal. Basta de jugar al fotógrafo, tengo que limpiarme y desinfectarme. Me hago un buche pero tiene un gusto horrible. Escupo y me vienen arcadas. El dolor del estómago sigue. Vomito. Sangre de nuevo, ahora de mi estómago. Esto no es bueno. Pero el dolor se calmó. Seguro volverá, así que tengo que volver a la clínica lo antes posible. (¿O a casa?)
Miro el reloj, son las 10 de la noche. Me quedo mirándolo y sonriendo. Qué lindo es el reloj que me regaló Griselda para nuestro aniversario. Después de unos meses de esa fecha cortamos. Hacía mucho que no lo usaba. ¿No me lo habían robado? Eso es lo que decía Griselda ("¡te robaron el reloj!", casi que puedo escucharla en mi memoria, ella no intentaría confundirme), pero acá lo tengo. Pará. Si estuviera peleado con ella no lo llevaría puesto. ¿Qué estoy diciendo? Ella me está esperando en casa. Menos mal que volvió todo a la normalidad. Debo haber sufrido un episodio de confusión. Por eso no lo entendía a Nelaberti. Abro la puerta del baño y allí está ella, parada al lado de la cama, donde estoy acostado. Si permanezco de pie al lado de la puerta puedo verme a mí mismo y a toda la escena como un espectador. El papel de la pared se está saliendo.
- Está bien así. ¿Para qué vamos a cambiarlo, si tenés el reloj?
- Tenés razón, Gri. Y no sabés lo que encontré. ¡La lapicera de mi tío Miguel! ¡Al fin se la voy a devolver!
- ¡Eso es genial!
 Griselda no sabe la historia, pero parece realmente feliz. Corre hasta donde estoy observando, porque en la cama no estoy yo, sólo está nuestro perro, y me abraza. Siento su calor, y en ese momento de pronto estoy de nuevo en la cama, en el lugar del perro, y desde allí nos observo abrazados junto a la puerta.
Vuelve el dolor.

- El tío Miguel está muerto, Octavio -me dice mi papá, parado al lado de la cama, donde hacía un instante había visto a mi novia, pero desde otro ángulo, ese donde ahora solamente puedo ver una camilla y un armario blanco.
- ¿Qué?
- Murió cuando tenías siete, estás delirando. Tenés mala cara, ¿querés vomitar?

 El que tiene mala cara es él, yo recién me vi desde el otro lado y parezco estar sano, aunque me sigue doliendo todo. Me acerca un recipiente que no llego a ver, tal vez es una palangana o algo que le dieron en la clínica. Apenas la llego a ver, porque los ojos se me cierran y vomito. Qué clínica de mierda, no son capaces de cambiar el papel despegado de la pared. No siento el peso del reloj en la muñeca. Me lo robaron, Griselda tenía razón. El dolor no se pasa. Abro los ojos y veo sangre en las sábanas. Estoy en las últimas, me acabo de acordar. Griselda no está acá porque nos peleamos hace un año. En el final de Lógica me saqué un dos hace tres años y no vale la pena que vuelva a intentarlo. No cazo una. Además, por la cara que tiene mi papá, seguro que hoy me voy a morir.